ACONCAGUA 2001
Integrantes Sinopsis Cumbre Relato Fotos
Sabino Herrera y Castells GM Añaza Pedro Millán del Rosario GM Luis Espinosa Castells
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La Expedición comienza el 22 de Noviembre a las 19:30 por el Aeropuerto del Norte, de ahí a Madrid, y de Madrid a Santiago de Chile a las 24.00 (16 horas horas de vuelo). De Santiago de Chile partiremos en guagua a Mendoza para pernoctar allí el fin de semana. Allí solicitamos los permisos, alquilamos las mulas, compramos el gas para el hornillo y Pedro Millán imparte una conferencia sobre Canarias. Luego partiremos hacia Horcones, que es otro pueblo, más cerca del Aconcagua. Ahí se impartirá Pedro Millán otra charla sobre espacios naturales de montaña del mundo mundial, en el casino de oficiales del Regimiento de Cazadores de montaña de Mendoza. , por lo que no cree que se llegue al Aconcagua hasta el 27 de Noviembre. Y luego dios dirá.
Desarrollo de la expedición: En este apartado intentaremos poner los comunicados que vía email nos envía Pedro Millán desde Argentina.
23/11/01 16:19 (Santiago de Chile)
Hemos recibido el primer mail de Pedro en el cual nos comenta que han llegado ya a Santiago de Chile y prosiguen con su viaje hasta Mendoza (Argentina).
26/12/01 12:50 Hora local ( Mendoza)
Con los efectos del "jet lag" algo mas disipados y después de
disfrutar de la hospitalidad argentina (en forma de
delicioso asado de carne) nos aprestamos para partir
hacia la montaña objeto de nuestro deseo. Por cierto, que
ayer fuimos oficialmente presentados, veníamos desde Santiago en guagua y
después de remontar una sinuosa y ascendente carretera hasta la frontera
argentina (bautizada con el nombre de "caracol" por razones obvias). Al pasar
por un lugar llamado "Puente del Inca", inicio del camino que conduce al
"Centinela de Piedra", se asoma - yo no diría que
tímidamente- la gran montaña. Sinceramente, parece mas alta y grande en la
realidad que en las fotos. Ya, me imagino que eso es normal. Hemos corroborado
que esta muy cargada de nieve. Este año ha nevado el doble que en los pasados y
los crampones y piolet serán imprescindibles. Hay dos rutas posibles de
ascensión: la normal que suele ser la que toma casi todo el mundo y la de
Glaciar de los polacos. Por lo visto, la segunda que parecía mas interesante
esta mas complicada por la cantidad de nieve caída, las grietas están
recubiertas de nieve blanda y nadie ha subido aun este año por lo que en el
Parque nos han desaconsejado intentarla a no ser
que sea con un grupo mas grande y guía. En todo caso, creo que tendremos mas que
suficiente con la normal.
Estos últimos días ha hecho mucho calor, alrededor de los 30 grados, pero por
las noches desciende hasta los 7 grados. También nos han advertido -con una
ligera sonrisa impertinente- que esta haciendo mucho frió en la montaña. Cuando
replicamos con la lógica pregunta de cuanto, nos contestan escuetamente que
"mucho". En todo caso esto es como el proverbio zen: "si tiene solución de que
preocuparse y si no la tiene, de que preocuparse".
Pues eso.
Respecto a Argentina, la situación es tan grave como parece desde España.
Incluso peor porque in situ se palpa un estado de depresión colectiva,
difícilmente transmisible con palabras. Nuestro anfitrión en
Mendoza, se llama Jesús Páez y es el responsable de Recursos Naturales
Renovables de la Provincia de Mendoza, nos ha contado como tienen serios
problemas para cobrar del estado su sueldo y como les han descontado un 15
por ciento en el ultimo año. Además, ahora van a empezar a pagarles una parte
con dinero y otra con bonos que podrán canjear en las tiendas. En ese sentido,
el horizonte de una devaluación es una gran espada de Damocles
sobre el cuello de los argentinos de a pie, los créditos que obtienen de los
bancos se hacen en dólares y una devaluación
multiplicaría sus deudas. En
fin, un panorama muy deprimente para nosotros que estamos de paso pero terrible
para los que tienen que sobrevivir día a día en un país que se
hunde cada vez mas en el abismo.
En todo caso, la gente vive día a día y existe un ambiente mas cosmopolita y
europeo que en Chile. Es algo muy palpable en la calle. Por cierto, quedan
confirmadas las informaciones sobre la belleza de las argentinas y -por favor-
me permitirán que no de mas detalles porque este texto lo leen muchos ojos
femeninos. Por supuesto, nosotros solo lo analizamos desde un punto de vista
antropológico.
Continuara...
26/11/01 23:43 (Mendoza)
En principio, éste será mi último mensaje (mejor dicho, penúltimo) en más o menos dos semanas, en las que estaremos intentando convencer a esa montaña de que nos deje subir a su cumbre. En ese periodo, al olvidar Sabino el teléfono vía satélite encima del piano, estaremos ligeramente incomunicados. Y digo ligeramente porque en el campo base, hay unos guardaparques con emisoras, que reciben partes del tiempo (Por lo que sabemos, el parte de la Isla de Pascua es el más preciso para pronosticar el tiempo en el Aconcagua, con una buena fiabilidad de hasta 48 horas, salvo imprevistos). Aquí el mal tiempo proviene del Pacífico casi siempre.
(Santiago de chile 12/12/01) CUMBRE
Hola a todos,
Escribo desde
Santiago de Chile, donde acabo de llegar directo del Aconcagua. Muchas, quizás
demasiadas cosas habría que contar de nuestra experiencia
en el Aconcagua. Me temo que ahora no tengo tiempo suficiente. En parte porque
tengo que leer los 97 mensajes nuevos que ustedes me han enviado. Gracias por
los animos a todos. Ha sido muy reconfortante leerlos,aunque haya sido a
posteriori.
Sobre el Aconcagua tengo que decir que ha sido una montaña bastante más dura de
lo que presumíamos. Ha hecho un frío terrible durante toda nuestra estancia, que
se ha combinado con un viento fuerte y omnipresente, salpicado de esporádicas
tormentas de nieve y ventiscas espectaculares. Mis dos compañeros iniciales,
Sabino Herrera de Canarias y Joaquín Eulogio de Valencia padecieron sendos
edemas pulmonares y tuvieron que ser evacuados a altitudes inferiores, más grave
el último que necesitó una evacuación urgente en helicoptero. Sabino tuvo sólo
los sintomas previos pero le obligaron los médicos a
bajar por sus propios medios. Fue una lastima porque mereció intentar la cumbre
más que el resto, por ilusión y fuerza. Pero la montaña es así, y a Sabino le
toco lo peor. Ahora creo que está en Puerto
Montt. Nos separamos el jueves pasado con caminos
opuestos. Yo tiré solo para los campamentos de altura y él, con tristeza, tuvo
que recoger sus cosas del Campo Base para descender al inicio del Parque.
Yo, supongo que ya lo saben, alcance la cumbre del Aconcagua, el sabado a las 14
horas, en compañía de un montañero catalán y seguidos de lejos por una pareja de
guías suizos de montaña y una neozelandesa. En total, cinco personas ese día que
aprovechamos un respiro en el tiempo de una montaña bastante cruel
meteorologicamente hablando. Partí a las 7 horas del último campo, Berlin, a
5.900, mi noveno día en altitud, en unas condiciones de frío y viento que
-espero- no tener que volver a repetir nunca en mi vida. Pero el día mejoró. El
sol salió y el viento amaino ligeramente. Todo el recorrido por encima de los
6.000 metros transcurrió sobre nieve y fueron necesarios crampones hasta el
final. Los famosos 500 metros de la Canaleta -el camino que lleva a la cumbre-
son extremadamente duros y exigentes física y psicologicamente, pero una vez
allí nadie se da la vuelta. Se sufre en silencio y se asciende. Sin más. La
cumbre es, era, bellisima. La cruz plateada tapizada de pegatinas, los 360
grados de cordillera andina desde el punto más alto del continente es una
experiencia, un sentimiento, imposible de transmitir. Sólo diré que me emocione
un poquito. Estuvimos nada menos que una hora y media en la cumbre (el tiempo
era bueno y no se veían nubes,
hablando, conversando, bebiendo te repugnante y comiendo galletas saladas)
La bajada fue larga, cansada y -para mi gusto- muy peligrosa. Me pareció un
lugar muy fácil para matarse (sin dramas). La canaleta es la que reune más
accidentes mortales del Aconcagua, una caída, un resbalón, un descuido y se
convierte en un tobogán de mil metros. Bajé sólo y agotado hasta el punto de
partida cuatro horas después. Al día siguiente alcance la seguridad del Campo
Base en Plaza de Mulas y bebimos la botella de vino de la cumbre
(Gracias Cholo).
Muchas cosas ocurrieron en esos tres días interminables que tal vez me anime a
relatar en breve. Ha sido una buena experiencia aunque no tengo claro que yo
valga para este tipo de montañas que exigen tanto sacrificio físico y psiquico,
pero en ningún caso me arrepiento de lo vivido. Tanta gente sufriendo por un
símbolo, por un sueño, por algo que no reporta ni dinero ni prosperidad, como
mucho un leve atisbo de orgullo. Sólo puedo decir que ha sido emocionante y
-parafraseando a M. Herzog- todos nosotros deberíamos poner un Aconcagua, al
menos una vez, en nuestra vida.
Atentamente
PM
Un elefante amarillo vuela sobre el techo de América
Transcurría el año 1999 en Canarias y una niña de cinco años jugaba alegre en el patio de su casa. Vivía feliz, iba al colegio y compartía su ideal cotidianeidad con sus padres. Un mal día descubrió que el mundo no era un lugar tan perfecto como pensaba. Notó, percibió, que las cosas no iban bien. Su padre pasaba mucho tiempo en casa, más que de costumbre y no precisamente para jugar con ella. Tenía un aire cansado y triste, lo mismo ocurría con la mirada de la madre. La razón de esta estancia era un tumor cerebral de carácter terminal que se llevaría de su lado a su joven padre en apenas seis meses, de repente, dejando a su hija, a María, sola y muy, muy desconcertada.
Aquellos días tan tristes fueron pasando con lentitud y ella seguía echando en falta a su padre, su presencia, su voz, el tintineo de sus llaves, la entrada impulsiva por el pasillo de la casa, el olor de su ropa y de su colonia, el sonido de sus pasos… Ella, en su intuición infantil, creía –cree- que su padre está permanentemente a su lado, acompañándola, siguiéndola a todas partes, sentado a su lado en el diminuto pupitre del colegio, comiendo con ella en el comedor; la vigila, la acompaña y la protege, todo el tiempo. Antes de que su madre apague la luz de su cuarto, María reza y le da las gracias, le habla mientras abraza su almohadita, pero en el fondo de su corazón no tiene claro, no está totalmente segura, si su padre puede escucharla.
Un día, dos años después, se enteró que un buen amigo de su padre, un verdadero montañero, partía en dirección a una gran montaña en América, la más grande y alta. Uno de esos lugares donde se funden la tierra y el cielo mientras se acarician mutuamente a través de un tenue velo de nubes y nieve. Recordaba que su padre le había dicho que pensaba pernoctar en ese lugar, con un ojo medio abierto por si ella se despertaba en la noche, no había nada que temer – le decía- “estaré atento a cualquier cosa que necesites”. No había tiempo que perder, debía hablar con su madre para que le dijera al amigo montañero que necesitaba enviar un mensaje urgente para su papá. Su madre intermedió y ella preparó, escribió, el día antes de la partida el sencillo texto del importante comunicado. Cuando recibió al amigo montañero le dejo bien claro que el sitio para entregar la carta era el confín de la montaña, allí debía ser, el resto del espacio no sería el indicado para que su padre pudiera recibirlo con seguridad. El amigo montañero recogió de sus pequeñas manos el objeto en cuestión con respeto y algo de sobrecogimiento. Consciente del encargo, sabía que tenía, que debía, llegar a la cima, aunque sólo fuera para llevar este importante correo. Responsabilizado por la trascendencia de la misión, depositó con sumo cuidado el mensaje en el hatillo designado como “bagaje imprescindible para la cumbre”, el que iría en la parte más inexpugnable de su mochila en el definitivo ataque a cima.
Por fin llegó el momento, partió hacia su destino en compañía de un segundo montañero, algo más joven pero veterano de montañas lejanas. Ya, en viaje, descubrieron que la empresa no iba a ser fácil. La montaña los recibió, desde el principio, con hostilidad manifiesta, en forma de un viento frío, helador y petrificador. El aliento del “Centinela de Piedra” - así la llamaban los primeros que estuvieron por sus alrededores hace más de mil años- transmitía intimidación, temor e incertidumbre en cantidades ingentes. Los dos montañeros se miraban en silencio, intercambiando en un código bastante fácil de asimilar las dudas que asaltaban su física y proverbial seguridad. Un viento frío, acelerado por la pendiente, se canalizaba a toda velocidad por un valle ancho, antigua morada de un viejo y fenecido glaciar, bautizado con ironía por los naturales del lugar como “Playa ancha”. Los montañeros, cuando conocieron en persona, este espacio, sonrieron sin una pizca de gracia por la ocurrencia. Les pareció – por supuesto- un insulto a las playas del mundo, a sus playas, lugares idílicos y pacíficos, que inducen al relax. Playa Ancha y sus treinta kilómetros pedregosos, áridos, polvorientos y ventosos, inducen más a la retirada o al tránsito precipitado que al descanso. La monotonía amenazante del paisaje se ve anecdóticamente alterada por una nube de polvo producto del paso inestable de algún grupo de mulas, abnegadas y maltratadas porteadoras de los cuantiosos pertrechos de los escaladores con estación final en la cumbre.
Llegados por fin al campo base, de nombre tan poco romántico como Plaza de Mulas, los montañeros comenzaron el lento y duro proceso de adaptación a todo lo que les rodeaba. En principio, al tenue aire que les sostenía, a la altitud, pero no era menos duro el frío que atacaba sus cuerpos. Cuando el sol se escondía el termómetro caía en picado, de tal forma que incluso llegaban a dudar de su salud barométrica, pero la escarcha que se formaba invariablemente en el techo de su tienda les convencía de la certeza de las mediciones. Unos rápidos pasos en este lugar precipitaban una considerable taquicardia y una búsqueda compulsiva y desesperada de aire por parte de sus maltratados pulmones. A la cumbre ni se la mira de momento, excepto para fotografiar los bellos y rosados atardeceres desde abajo, desde muy abajo, demasiado abajo.
La nieve se adueñó en esos días de su paisaje cotidiano, de su pelo, de sus tiendas, de sus petates, demasiado grandes para caber en el interior de su diminuta y transpirable morada. Nevaba en el campo base, nevaba sin parar mientras los montañeros alejaban su preocupación por el incierto futuro del ascenso, con mucho humor y no menos compañerismo. La escasez de andinistas en esta época favorecía la convivencia y la solidaridad entre todos los integrantes de este campamento, trabajadores argentinos en condiciones extremas y andinistas extranjeros persiguiendo un sueño. No hay médicos aún. Deberían haber llegado desde el 15 de Noviembre, el inicio oficial de la temporada, pero la burocracia y la situación crítica del país lo han imposibilitado.
El tiempo comenzó a mejorar con lentitud, dejó de nevar y el sol comenzó a aparecer a diario, inclemente sobre los rostros de los hombres y mujeres que subían por los escarpados senderos, quemándolos y curtiéndolos con facilidad. En este impass de buen tiempo, los montañeros canarios en compañía de un tercero, un simpático y expresivo escalador, procedente de Castellón, lograron realizar un duro porteo hasta el segundo de los tradicionales e inhóspitos campos de altura, apellidado “Cambio de pendiente”, un lugar azotado sin cesar por el viento acelerado desde la cumbre. Una tienda, crampones, dos cargas de gas y algo de comida, quedaron tapizados por grandes piedras. Los tres montañeros cansados por su primer ascenso en la altitud sudamericana retrocedieron sobre sus pasos a distintas velocidades y ánimos. Sus planes pasaban por descansar un día y retornar a esta altitud a dormir y continuar progresando. Como casi siempre, este tipo de planes nunca sale como se espera.
Una vez superado el día de descanso, mientras los dos montañeros canarios dormían en la calidez de sus sacos, les sobresalto una voz ansiosa y preocupada. Era el montañero valenciano que se introdujo con estrépito en la tienda escarchada. “No puedo respirar, tengo un gran dolor en el pecho, ¿qué puedo hacer chicos?…” Los montañeros no lo sabían, trataron de tranquilizarlo, el hombre estaba muy asustado. Sus vacaciones soñadas se habían convertido en una pesadilla de incierto final. Trasladados a la tienda de los guardaparques el diagnóstico de la dolencia continua siendo desconocido. No hay médicos, no hay oxigeno, no hay estetoscopio... Todos buscan escuchar el sonido burbujeante en los pulmones del enfermo pero este no se produce. Finalmente, se decide despertar a la única doctora del campamento, una montañera procedente de Lyon y acompañada de un vigoroso y pálido guía de Chamonix (del que repite insistentemente no ser su novia ¿?) Esta interesante mujer es, además de simpática, guapa y alma de las fiestas nocturnas a 4.200 metros, solidaria y se hace cargo del problema con seguridad en medio de la gélida madrugada. Se habla en inglés y en español. Es evidente que el francés ha perdido terreno en esta parte del mundo. Tras una intensa y larga velada, la noche finaliza con el despegue de la “libélula transparente” (nombre cariñoso del helicóptero de rescate) llevando dentro a Chimo, el enfermo, con lagrimas en los ojos y decepción en el alma, hacia la seguridad del hospital de Upallata. Los canarios, algo abatidos y cansados por la agitada experiencia médica, deciden alargar un día más su estancia en el Campo Base antes de reemprender la actividad. La noche siguiente vuelve a ser movida en el Campamento. Un militar brasileño sufre un edema cerebral y la doctora francesa vuelve a tener que hacer horas extra en el Aconcagua. En la tienda canaria, el amigo montañero pasa una mala noche, una tos discontinua rompe el silencio de la noche, un mal presagio para la mañana.
En el desayuno, el amigo montañero revela a su compañero no sentirse demasiado bien y deciden ir juntos a consultar con una pareja de médicos recién llegada ese día en el helicóptero que regresará con el agonizante brasileño en pos del hospital. Desde entonces el helicóptero no dejará de bajar enfermos, congelados y golpeados de la montaña con una regular monotonía. La diana del campamento la marcarán sus ruidosas aspas mientras rozan el techo de nuestras carpas. Los más madrugadores y curiosos se asoman al avance de las tiendas para comprobar a quien le ha tocado esa noche.
La revisión médica es rápida, concluyente y sin opciones. Con gesto serio, conscientes de la información que transmiten, los médicos “sugieren” (ordenan) al amigo montañero el descenso hasta los 2.000 metros, sin posibilidad de volver a ingresar en el Parque. La imposibilidad de negociar confunde a los canarios que deben asimilar una situación inesperada y drástica. La solución tomada de común acuerdo en apenas unos minutos es que sus caminos se separan. Uno hacia abajo, hacia Puente del Inca, el inicio del camino, y Santiago de Chile, y el otro, hacia arriba, con suerte hacia la cumbre.
El amigo montañero entregó y transmitió a su compañero el significado del mensaje que portaba con destino a la cumbre. A partir de ahora sería el responsable de entregarlo en las condiciones pactadas. El montañero contempló por vez primera el soporte material del mensaje. Se trataba de algo escrito con letra tenue e infantil en una especie de globo de color amarillo, pero no quiso leerlo ni mirarlo antes de meterlo con cuidado en el bolsillo portaobjetos de su mochila. La responsabilidad había sido traspasada y el montañero había añadido una razón de peso a su baúl de motivaciones para alcanzar el tope de la montaña.
De forma cercana pero separada, con destinos y estados de ánimo divergentes, los dos amigos preparaban sus equipajes montañeros. El decepcionado amigo montañero recuperaba y ordenaba el equipaje para descender hacia el mundo “civilizado”. Por el otro lado, el montañero concentrado y consciente de lo que iba a hacer, seleccionaba, valoraba y pesaba todos los elementos imprescindibles para intentar alcanzar en sólo dos días el final de su aventura. Ambos se despidieron con extraña e incómoda rapidez. Un escandaloso silencio roto por un emotivo y sentido abrazo y por un enorme deseo de buena suerte recíproca los separó.
Antes de partir acudió a los médicos para que escucharan sus pulmones y midiesen su adaptación a la altitud, el resultado fue algo decepcionante, 88 sobre 100, por lo que le recomendaron esperar pero no había tiempo ni ganas para ello. El montañero tenía que apresurarse, debía aprovechar las restantes horas de luz para llegar al campo Nº 3, conocido como “Nido de Cóndores”, un campamento que no conocía pero al que creía poder llegar sin dificultades mayores. También ahí se equivocó. Porteando una mochila hasta los topes, algo más grande que él y un poco menos pesada, se marchó, sin girar la cabeza y absolutamente concentrado en su labor, atravesó el primer nevero que marcaba el inicio del ascenso y, así, dieron comienzo una intensas y memorables jornadas en las laderas de la montaña más alta de América.
A las dos horas de lento y pausado caminar, el montañero, se sentía cansado y agobiado por el peso de su mochila, por el viento frío en su cara y por la pendiente insensible a sus esfuerzos. Sin embargo, la decisión estaba tomada y estaba resuelto a terminar sobre la cumbre. Llegó a un promontorio colgado sobre los 4.900 metros, una loma que ofrecía cierta protección a los violentos vientos de la montaña. Plaza Canadá era su nombre y pasó de largo. El tiempo sin ser bueno tampoco es que fuera malo. Días atrás, los tres montañeros se habían reído copiosamente escuchando el parte meteorológico de Mendoza, la región que acoge al Aconcagua, mientras trataban de informarse sobre cuánto duraría la nevada que afuera amenazaba con sepultar sus tiendas. Un hombre de voz profunda y nasal anunció al final del noticiario la información: “Mendoza, 22º C y nublado”… (¿?), ¿Y ahora qué?... Quizás demasiada información para procesarla. También se comentó en los pasillos morreníticos del campamento que se necesitaba la información de la Isla de Pascua, que la transmitirían unos radioaficionados chilenos “con muy buena voluntad”… (¿?) En definitiva y para no cansarles, se decidió armoniosa y jocosamente que era mejor no preocuparse por el estado futuro de la atmósfera, de una forma o de otra se conocería el tiempo que se sufriría en cada momento. Y problema resuelto.
El montañero se detuvo y se sentó una solitaria piedra, recuperó fuerzas con media barra energética, bebió algo de agua con tang (bebida de naranja popular e imprescindible en las montañas del Cono Sur) y siguió andando, en procesión, muy despacito y con infinita paciencia, hacia arriba, siempre hacia arriba, por medio de enormes y eternos pedregales cubiertos de nieve. En solitario pero no solo, acompañado de infinidad de pensamientos sobre situaciones del presente, del pasado y del futuro, sobre personas, sentimientos, trabajos, planes de futuro… Apenas sé dio cuenta que el paisaje a su alrededor se había teñido de blanco. La nevada de la tarde puntual a su cita comenzaba a partir de los 5.000 metros, mientras la visibilidad se reducía exponencialmente y el sendero quedaba borrado por el viento y la nieve. Como todos los días.
No había demasiada gente por allí. Más bien casi ninguna. En el campo base en el último recuento eran poco más de treinta montañeros capaces y dispuestos a intentar la subida. Muy pocos para una montaña tan famosa como ésta. Pronto, a partir del fin de año, llegarían las horas punta montañeras en forma de expediciones comerciales. Esto tan solo era la vanguardia.
Volviendo a la apurada situación, el montañero divisó con dificultad a un pequeño grupo de la experimentada Patrulla de Rescate de la Gendarmería Argentina que avanzaba por delante, abriendo una clara huella en zigzag por una ancha pala de nieve. Sin ningún tipo de rubor se canalizó por la misma dirección, dispuesto a aprovechar esta inesperada facilidad. Llegó por fin a Nido de Pendientes, el lugar donde habían depositado el primer y único porteo. Descubrió con precaución el material almacenado precariamente mientras la ventisca arreciaba. “Vaya – pensaba- de modo que esto es a lo que llaman el viento blanco del Aconcagua”. El viento acompañado de pequeños copos de nieve, que te acribilla en la cara, te ciega y te desorienta. Evidentemente - y como supondrán ustedes, estimados y expertos lectores - no era el mejor momento para consideraciones filosóficas. Cargó con dificultad el material, a excepción de los crampones de sus dos amigos, y cuando tras varios intentos logró colocársela sobre los hombros, de repente, percibió una presencia y se encontró de frente con uno de los componentes de la Patrulla de Rescate, ataviado con una brillante indumentaria negra y naranja. Se contemplaron uno al otro bajo el ulular del viento, analizándose cuidadosamente, intercambiando mensajes en silencio, como dos viejos conocidos separados por un paso de peatones en plena ciudad. Después de unos breves segundos, el montañero “rompe el hielo” (una interesante tarea en un lugar como aquel) y levanta el pulgar, en un gesto universal (“todo bien, hermano”). El gesto serio, militar y la mirada escrutadora del patrullero se transformaron casi por ensalmo en una abierta y cálida sonrisa (“Están locos estos montañeros”). Se despide con el saludo comunista, puño cerrado y en alto (¿?) y desaparece vaporosamente entre la espesura de la nevada.
El montañero vuelve a lo suyo. Ajusta definitivamente los correajes de la mochila y reemprende la marcha hacia el deseado Nido de Cóndores, un campamento de altura mítico entre los montañeros de medio mundo (5.400 m.), a sólo una hora y unos pocos cientos de metros de desnivel. Allí podría montar la tienda y descansar por fin. Al llegar al supuesto campamento descubrió, con sorpresa, que no había nadie ni se veían tiendas montadas. A su favor estaba que la visibilidad era prácticamente nula y el sitio parecía más grande de lo imaginado. “Se supone que esta es una montaña masificada, ¿dónde está la masa?...”- pensaba mientras el viento trataba de zarandearlo -. La nieve caía sin cesar y era venteada en forma de velo blanco que barría la superficie a pocos centímetros del suelo. Grandes rocas, erguidas y rodeadas por una brillante aureola, parecían figuras fantasmales y amenazantes, prestas a abalanzarse sobre los desprevenidos visitantes de aquel rincón del infierno blanco. Recordaba haber visto algo parecido en los antiguos documentales de la Antártida, mientras el suelo helado y blanco hervía aisladas figuras humanas intentaban desplazarse, oblicuas al viento y al espeso horizonte.
“Bien –penso- de forma que así se muere la gente en esta montaña. Se sientan al resguardo de una piedra y piensan: voy a esperar que se tranquilice esto un poquito, y de paso descanso, pero sólo un momento... Se duermen y se despiertan en el Valle de los lirios eternos, preguntándose si es verdad que existe vida después de la muerte... Je, je, ah, vieja zorra (con perdón), este truco me lo conozco, yo voy a montar la tienda, ya...” – argumenta el forrado personaje tras su mascara de neopreno -.
Y como este montañero es, entre otras cosas y por si no lo habían percibido, un tipo con suerte, descubre con inmediatez un abandonado muro de piedras circular que debió albergar hasta hace poco una tienda de campaña similar a la suya. Esta muralla protectora se encuentra a su vez resguardada por un imponente dedo de piedras graníticas. En este momento de la trama hay que hacer un pequeño inciso para destacar el papel desempeñado por una anónima tienda de campaña, de nombre Vaude Explorer, no sólo por las prosaicas pero tradicionales razones al uso de resistencia al viento y al frío (¿al frío?) sino sobre todo porque se montaba con extrema facilidad, incluso para torpes crónicos como nuestro ínclito montañero. En apenas unos cinco minutos el exhausto personaje logra colocarla en condiciones aparentemente dignas sin tener que llegar a quitarse los guantes. No es norma de este narrador hacer publicidad de marcas pero válganos este caso como excepción que confirme la regla y, en todo caso, es merecida.
Una vez montada la carpa y en medio de un viento cortante, el montañero por fin se introdujo en su interior. Bueno... en realidad, las palabras correctas serían: “se arrojó de cabeza en su interior”, que es lo que se hace habitualmente y sin protocolo en este tipo de situaciones. En medio de una considerable hipotermia, el montañero rebusco, con una cierta pero pausada desesperación, en su mochila para encontrar el libro “como subir montañas y no morir en el intento”, un librillo ligero pero denso, un manual clásico de coyunturas difíciles que no debe faltar en la biblioteca de ningún aventurero a tiempo parcial. Consternado, comprobó que se lo había olvidado - una vez más- en casa y sé vio obligado a utilizar su exigua experiencia para salir de aquel aparente atolladero. Vamos a ver, ¿qué se hace primero? No, no es encender la televisión, no... Lo primero es calentar el cuerpo. Recordaba eso de un artículo de la revista Woman hojeado, no leído (él no le lee esas cosas, faltaría más), en el avión de ida. “Una persona no piensa bien cuando tiene el cuerpo frío y comete errores...” – relataba con seriedad el artículo en cuestión -. El montañero sonreía una vez más cuando recordaba la cantidad de errores cometidos con su cuerpo caliente, incluso muy caliente. Pero esa es otra historia, comprenderán...
Volvamos al intenso drama que nos ocupa. Firmemente decidido a calentar su cuerpo por los medios que fueran (¿?), prepara su saco de dormir, un magnífico Nanga Parbat de plumas, convertido en un bloque semirígido, en el que se mete con toda la ropa puesta. Hay que decir que el saco de dormir es una de las piezas fundamentales del equipo que hay que traerse a ésta y a cualquier otra montaña similar, no es que te quite el frío que no siempre te lo quita sino que le permite a uno seguir sobreviviendo, cosa que no es poco en estos tiempos que corren a 5.300 metros y más allá.
Por fin, ha conseguido calentarse medianamente y ha ganado tiempo y espacio en su mente para pensar el siguiente paso. Este es más fácil ya que su estomago se ha añadido al trabajo. Tiene hambre. Debe comer y beber, a ser posible algo caliente. En este punto el montañero hecha de menos a su amigo. La tienda se hace demasiado grande y no tiene nadie con quien discutir, a nadie que reprocharle lo que no ha hecho o lo que no ha pensado; a nadie con quien compartir sus dudas, a nadie para hacerle preguntas sin respuesta, del estilo “¿qué tiempo piensas que hará mañana?”, o nadie a quien decirle “qué mala cara tienes”... C´est la vie...
Hay que fundir nieve y calentar agua, que en este caso es más o menos lo mismo. Bien, no hay problema, existe nieve suficiente a su alrededor para montar una floreciente estación de ski. El hornillo. Hace falta el hornillo que no es uno cualquiera, el magnifico (y caro) Primus multifuel en su brillante funda azul de diseño. El montañero siente que con este poderoso instrumento sería capaz de derretir toda la montaña si hiciera falta. Con una liturgia no exenta de emocionado respeto, conecta el aparato a la bombona y, ¡ale!, ya tiene un lanzallamas portátil en sus manos. Pero, vaya, algo no va bien... Estupefacto, comprueba que el espléndido hornillo de los montes de Tenerife no enciende en el Aconcagua (¿?) Vaya, esto no me lo advirtió el dependiente de la tienda. “Tranquilo, paciencia, es que te ahogas en un vaso de agua, sólo es que está un “poco” frío, bastará con calentarlo ligeramente con el mechero...” [Enarcado de cejas...] –piensa con una cierta intranquilidad el optimista montañero -.
(Una hora, una tonelada de paciencia, un guante de seda y tres dedos quemados, más tarde)
El hornillo se encuentra boca abajo mientras el montañero semiacostado y semiaburrido intenta que emita algún tipo de señal de vida. Ahora está más serio. Sabe que si no logra hacerlo funcionar su aventura habrá acabado antes de comenzar. No podrá fundir nieve, ni hidratarse, ni cocinar, ni intentar hacer cumbre. No hay más remedio que ser paciente y continuar intentándolo. De repente y como en un sueño, el hornillo parece resucitar, inesperados y breves chisporroteos confirman que no está definitivamente muerto. Hay posibilidades...
(Media hora, un considerable “mosqueo”, seis dedos quemados, dos guantes de seda con agujeros y un encendedor agotado, más tarde)
Los fogonazos espaciados luchan por ser continuos y ¡oh, milagro!, una débil pero ilusionante llama logra mantenerse con serias dificultades en el tiempo. Se repente, el panorama de nuestro curioso montañero se aclara radicalmente en medio de la gélida negrura de la noche austral (¡qué bonito!). El ambientador de butano-propano que reina en el palacio de tela del amigo no deja lugar a dudas de su tenacidad y de la ingratud del –en otros tiempos- reputado hornillo.
Finalmente, puede continuarse la rutina montañera nocturna. Ahora toca fundir nieve, lo que al montañero le resulta muy agradable porque puede deleitarse contemplando como se derrite en el caldero (¿?). Si están sospechando que nuestro dicharachero protagonista no tenía demasiadas distracciones en aquella perdida tienda yo diría que están en lo cierto, más bien. El incesante ametrallamiento de las paredes de su frágil cubículo le advierte que no va a ser difícil conseguir el sólido elemento y se atreve, por fin, a salir de su clausura. La barrera entre interior y exterior que marca aquella cremallera doble equivale a un salto al vació. Es curioso, la seguridad que le proporciona a uno un simple trozo de tela sintética – reflexiona el envejecido montañero -. Sale a la intemperie, más intemperie que nunca, y cree escuchar gritos... “Estoy en el cielo” – piensa con humor- no, descubre entre la ventisca a sus antiguos “amigos” patrulleros, empeñados, resueltos, conjurados a montar una extraña tienda túnel amarilla en medio del temporal de nieve. Por momentos, la tienda parece un parapente rebelde. “Están locos estos argentinos” – se dice al tiempo que acumula un caldero repleto de la mejor nieve de América -. En fin, cada uno con su tema. Deposita la cacerola con delicadeza sobre el sospechoso hornillo y espera, a discreción (del hornillo, desde luego), que se derrita.
Por cierto, cuando lean en el manual de cualquier hornillo eso de que nunca se cocina en el interior piensen que se trata de la mayor estupidez escrita en un libro de instrucciones. Se cocina donde y como se puede, sin más. Y en medio de aquella estruendosa ventisca pueden imaginar que el único sitio posible era dentro de la tienda. Ya está. Era sólo eso. Pues bien.
El montañero continua embobado, contemplando absorto como se derrite la nieve. “Vaya, esto es como en las películas, que bien...” – piensa, esta vez quizás con bastante simpleza, pero bueno, nadie es perfecto, ¿no? -. Esta imaginaria áurea de aventura que rodea este tipo de experiencias contribuía, de forma significativa, a hacer más acogedor el casi vació espacio interior de la Vaude. Dedicado a sus pensamientos, el montañero no sentía miedo, su universo mental estaba centrado absolutamente en pequeñas y rutinarias tareas; pequeñas cosas y ligeros problemas absorbían con plenitud sus escasas neuronas de guardia. ¡Ah!, qué fácil es la vida y cuan complicada la hacemos, lo único importante es sobrevivir, aunque sea a uno mismo... El montañero se está dando cuenta de eso en este preciso instante de su vida. Lo supo un tiempo atrás, pero lo había olvidado, como casi todos nosotros, ¿eh?...
Nuestro montañero duerme ahora, algo intranquilo y porque ésta puede ser la noche decisiva para “atacar” la cumbre. Su sueño se ve interrumpido repetidamente por las discordantes ráfagas de viento y nieve que arremeten, de cuando en cuando, contra su tienda. Hoy no será el día –decide por fin- . Le queda comida y gas sólo para una jornada más, un último cartucho para gastar, y luego habrá que bajarse y a otra cosa mariposa. A conocer Chile, sus parques nacionales, su marisco, sus vinos, sus mujeres... ejem..., sobre todo, sus parques nacionales.
“Que bien se está en una tienda para tres, puede uno estirarse, cruzarse, poner los brazos en cruz...” [Disgresión]
Nace el día con una perezosa lentitud, acrecentada por el frío reinante. El montañero tiene decidido no moverse hasta que el sol (suponiendo que aparezca) caliente de forma significativa. Tras una larga hora, el privilegiado inquilino de la tienda se mueve, cocina sin salir del saco, ¿qué tenemos hoy para desayunar? “Delicioso, te tibio con galletitas saladas...”, igual que ayer, igual que mañana, la creatividad ha muerto por falta de oxigeno en el Aconcagua, cosas que pasan.
Una vez acumuladas las fuerzas necesarias se atreve a salir. El paisaje es deslumbrante y alentador. Un sol radiante se despliega sobre un espectacular manto de nieve que tapiza la gran montaña. Aunque hay viento parece una ligera brisa comparada con el día de ayer. “Es el día” –piensa mientras le hace un sencillo, pero intenso, homenaje líquido a la roca que le había protegido esa noche- y se dirige a recoger la tienda y a secar el escarchado saco de dormir. Esa mañana está de buen humor. El sol disipa sus dudas, todo parece más fácil y la ilusión renace con fuerza incontenible. Mira hacia arriba y divisa –por vez primera – los últimos contrafuertes de la cumbre y el inicio de la famosa Canaleta. En ese momento, descubre que llegará a la cima, no tiene ninguna duda. Algo en su interior le dice que ya está allí. Es difícil de explicar (incluso para este brillante aunque modesto narrador), debe ser algo así como una revelación de la montaña, o algo por el estilo, qué sé yo...
Una vez recogidas casa y pertenencias, el montañero parte por penúltima vez hacia arriba. En el inicio del camino vuelve a encontrarse con la mentada Patrulla de Rescate del Aconcagua. Le miran con condescendencia militar y le invitan –amigablemente- a una taza de humeante e intragable café negro. Ya saben, ese tipo de bebidas que hace más fuertes a los ejércitos, en palabras de Asterix. El que parece el jefe le comenta:
“Ah, español... aquí vienen muchos españoles..., de siempre... Hubo uno que se llevó para España el libro de cumbre. Desde entonces no hay... Otro, un vasco, arranco la vieja cruz y la lanzó por la cara sur... Si, vienen muchos españoles por aquí... Desde que murió San Martín, ¿sabe usted quién era San Martín?...”
El montañero está algo confuso por el breve, pero indudablemente denso, discurso y como es un hombre de mundo responde, con agilidad y simpatía, que no tiene el más mínimo interés en mover la cruz de su actual lugar de residencia ni en llevarse nada de la cumbre a excepción de unas pocas fotografías. El montañero también le comenta que recuerda a San Martín, “el libertador”, el que acabó con sus antepasados y le devolvió la ansiada libertad y el poder a las clases altas criollas, privando a este español de su parte correspondiente de imperio, pero lo hemos superado, no crea... Qué le vamos a hacer...
Roto el hielo por este ameno diálogo la conversación se traslada a temas más trascendentes, cómo sus ausentes compañeros o su lugar de procedencia. Sobre los compañeros, argumenta que cree que se encuentran uno en Mendoza, comiendo carne, y otro en Santiago, degustando marisco, acompañados por sus respectivos vinos nacionales. “Yo soy de las Islas Canarias, ¿las conocen?...” A lo que el más mayor le responde, con vehemencia, “Hombre, por favor... las Islas Canarias, mi hermano y su mujer estuvieron allí hace años y cuentan maravillas... Unas playas preciosas... Trajo unas ensaimadas riquísimas... y veranea el rey y su familia... yo iré, seguro..., cuando pase esta crisis, iré...” El montañero trata de explicar, sin rasgos de suficiencia, que esas son las Islas Baleares, que es verdad que como las Canarias son islas pero están muy lejos unas de otras (aunque luego piensa que lo de la lejanía es algo relativo, ¿no?). El rescatador no parece muy convencido de la somera explicación y se mete en la tienda con un seco “adiós”, pero sus compañeros continúan igual de afables. “Bueno, pues nada, tengo una cita con la montaña y no debo retrasarme...” –se disculpa el montañero mientras se apresta para irse -. Le despiden amistosamente y le recuerdan que si tiene algún problema, ellos están allí para lo que sea, y “lo que sea...” queda colgado en el aire, sostenido por sus serias miradas. “Ah, vale, gracias, espero que no sea necesario” –atina a decir el montañero que parte, no más tranquilo pero parte, por fin -.
De Nido de Cóndores a Berlín (5.900 m.), el último campamento, el camino discurre zizagueante por una empinada ladera, abiertamente venteada ya por los húmedos vientos del Pacífico. Con paciencia y lentitud, en apenas dos horas, llega a su penúltima estación antes de la cumbre. Al llegar, se topa de improviso con dos diminutas cabañas de madera semidestruidas y repletas en su interior de nieve. A unos 50 metros más arriba se erige una extraña edificación, una especie de minicabaña de madera de unos 10 metros cuadrados, al estilo suizo en el exterior pero al estilo nepalí en su interior, es decir, que por dentro era una completa nevera, pero con las ventajas obvias de ser un buen refugio para el viento. En el interior caben entre seis y siete personas como máximo, por lo que hay que subir siempre una tienda por si está lleno este espartano refugio. No parece haber nadie cuando llega, hasta que divisa una yacente figura desplegada sobre una negra piedra, absorbiendo toda la energía solar disponible en un radio de 100 metros. Una neozelandesa de complexión atlética y risa fácil le saluda como si se encontraran en el metro de Auckland. Se llama Yvonne, veterana del Monte Cook y del Tasmania (más bonito este último, según ella), lleva dos días allí esperando que haga buen tiempo y porta el viejo piolet de madera de su abuelo. A media tarde, llegan unos catalanes de Tarrasa arrastrando unas mochilas inmensas, cargadas de material de hielo para intentar coronar por la vía del Glaciar de Polacos. Las últimas nevadas y el mal de altura de uno de ellos les disuade definitivamente. En un abrir y cerrar de ojos, los tres montañeros en condiciones se ponen de acuerdo para partir juntos antes del amanecer y luego “que cada cual se las arregle como pueda” –señala con gesto grave y trascendente el catalán mientras los otros dos asienten en silencio -. A posteriori los hechos no se ajustaron con exactitud a ese habitual y frío planteamiento, pero ellos aún no lo sabían.
Los montañeros se acuestan después de haber comido muy poco y haber bebido todo lo que sus estómagos les permitieron. Las horas previas al ocaso se fueron sucediendo mientras hablaban de cosas intrascendentes, de viajes, de sus países de origen, de sus comidas favoritas (tema típico en estas coyunturas, junto con el de las mujeres...), de lo que harían cuando bajaran, etc... La noche es más larga de lo que desearían. Nadie duerme, se intenta descansar todo lo posible y, de paso, ahuyentar, los demonios y malos augurios que habitan aquel lugar, donde el montañero sabe que amigos de sus amigos murieron por sendos edemas. El sonido de los cuerpos al girarse en los sacos resulta casi estruendoso en el frío silencioso. Se espera con paciencia que la indiferente alarma digital nos señale la diana montañera de las 5 AM. La alarma suena y las de los demás relojes la acompañan paulatinamente, casi por simpatía. Pero nadie se mueve, a ver quien es el tonto que se levanta primero. El catalán cae en la trampa y comienza a fundir nieve. El montañero le imita a continuación sin demasiado entusiasmo, para qué vamos a engañarnos. Sin salir del saco, escarchado como de costumbre, comprueba la temperatura del interior de la cabaña, -13º C, “¿qué temperatura hará ahí fuera?” –piensa con amarga resignación mientras comienza el arduo proceso de vestirse para “el paseo”-. No se habla. Se acometen las tareas a cámara lenta y en un pegajoso silencio, roto con poca armonía por tres hornillos incandescentes (uno de ellos marcado por la sospecha) a todo gas. Dobles calcetines, cinco capas de cintura para abajo y seis de cintura para arriba, tres pares de guantes, la mascara de neopreno para el viento, el gorro polar, gafas de ventisca, etc. La temperatura exterior ronda los veintitantos bajo cero, pero el problema mayor es el viento, que en esta montaña es omnipresente e inmisericorde. Pero bueno echarle la culpa al viento de ser viento es como culpar al rayo de ser rayo, ¿no?
Por otro lado, el caballero tampoco ha pasado la noche en el interior del saco de dormir con una bella mendocina –como ustedes estaban con seguridad pensando- sino con sus botas interiores, calcetines, plantillas, pilas, carretes de fotografía y su fiel cámara compacta. A pesar de su considerable afición por la fotografía, tuvo que renunciar a portar su pesada cámara reflex en la frontera de los 5.000 metros. Una cuestión de prioridades, me temo.
Una vez revisado y comprobado este imponente despliegue indumentario, los inflamados montañeros se disponen a salir al exterior como astronautas en el espacio. El primer momento es el peor. Aturdido por el frío galopante el montañero queda rezagado desde el principio. Tiene problemas con sus dedos que cree que están congelados y siente los pies helados. Pierde de vista a los otros dos y su preocupación aumenta notablemente. Está desorientado y no sabe que hacer, piensa un segundo en darse la vuelta pero sabe que no le queda ya ni comida ni gas. No hay segundas oportunidades o, al menos, eso intuye él mientras sucumbe paulatinamente al terrible frío del amanecer. Cambia de estrategia, con velocidad pone los bastones de ski en la mochila, se quita las rígidas manoplas de pluma y se pone las manos bajo las axilas y, se mueve, por fin, se mueve... Baja la cabeza en un gesto vano para esquivar el aire frío de cara, aprieta los dientes e intenta alcanzar un ritmo sostenido. Los primeros pasos con el cuerpo frío y rígido son difíciles y dolorosos. Por un momento, se siente perdido en la montaña, no ve huellas en la nieve que le marquen el sendero a seguir ni puede distinguir más arriba las figuras de sus casuales compañeros que le permitan situarse. En su mente resuenan frases: “La primera hora es la difícil, si la superas está hecho...” Pequeñas metas, pequeños logros, sin pensar más allá... Tira para arriba.
La claridad se adueña con parsimonia del paisaje nevado mientras el montañero logra alcanzar a los dos compañeros que ya lo daban por desertado. Se agrega a la fila sin decir una palabra, todo el aliento se reserva para caminar. Alcanzan Independencia, otro campo de altura abandonado y semidestruido, a 6.150 m., cuando el primer rayo de sol les alcanza y les deslumbra, dándoles la bienvenida a los tramos finales del Centinela de Piedra.
Mientras costean los contrafuertes orientales de la montaña sienten que la temperatura (interior y exterior) se eleva considerablemente hasta hacerse soportable. Pasan varias horas, sin parar, sin hablar, turnándose delante los dos hombres para llevar el ritmo y abrir algo de huella en la todavía endurecida nieve. Empiezan a percibir la necesidad de crampones pero continúan hasta la Gran Travesía sin ellos. La chica neozelandesa va muy justa y los dos montañeros se dan cuenta, sin embargo continua muy despacio, clavando con un suave y musical ritmo un gastado piolet de madera. La Gran Travesía se llama en realidad la Travesía del Viento, que es un nombre mucho más bonito y romántico. Es un estrecho y resbaladizo sendero, en ese momento, cubierto de una espesa masilla de barro, hielo sucio y nieve, que recoge el viento que procede de la cumbre, en caída y acelerado por la considerable pendiente, y lo reexpide con urgencia hacia el Campo Base, 2.000 metros más abajo, vía Gran Acarreo. El montañero considera que es un privilegio conocer lugares con nombres tan bellos y sonoros, ¿no están de acuerdo?. Cuidado con los resbalones...
Este delgado camino - por llamarlo de alguna manera- conecta con el principio de la glamurosa y temida Canaleta, un canal de nieve de 600 metros de desnivel que conecta de forma casi directa con la ansiada cumbre. Es como la guinda del pastel, lo más duro para el final. Es antes de comenzar a trepar por su nevada superficie que los tres montañeros se detienen juntos por última vez para descansar algo, beber lo mínimo y comer lo imprescindible. Se colocan los crampones con algo de dificultad y se lanzan con estudiada lentitud y contenida decisión. El día es bueno, para lo que es esta montaña, y llevan un buen horario. Se dicen para animarse mutuamente que ya no hay regreso sin cima.
El montañero por fin se siente bien, a gusto consigo mismo y con la montaña. No le vendría mal un poco más de oxigeno pero no se puede tener todo en la vida. Se ha despojado de las prendas de pluma y se siente relativamente cómodo abriendo huella en aquellas pendientes que no recuerda haber visto nunca nevadas (en las fotografías). A 6.400 metros su cuerpo responde bien, los crampones le dan seguridad y enseguida logra un ritmo constante de subida. Cada cierto tiempo nota que las pulsaciones se le disparan por encima de 120, se detiene, respira hondo y trata de relajarse. No mira hacia atrás, sólo para arriba. La neozelandesa se resiente con el cambio de pendiente y comienza a rezagarse cada vez más y hacer descansos más largos. El catalán se destaca por encima, está bien aclimatado, en forma y tiene hambre de cima, se le ve. Cada uno de los tres mira de reojo a los otros pero tienen suficiente con lo que les toca para preocuparse por algo más. Se han convertido en maquinas de subir montañas, no piensan, simplemente, distraen la mente para que el cuerpo sufra menos.
A 6.700 m. Comienza a decaer el ritmo de nuestro montañero. Puede que sea por cansancio, por falta de comida y bebida o por falta de aclimatación, pero comienza a sufrir de verdad y ese padecimiento ya no le abandonará hasta el final. El ritmo continuado de las primeras rampas desaparece y comienza una ardua y emotiva lucha por dar varios pasos continuados, incluso por dar uno sólo sin sentir que los pulmones se desbocan como caballos salvajes. A 6.800, se ve ya el promontorio de la cumbre pero el montañero se siente cansado y se confiesa –entre nosotros, por supuesto- un poco harto de tanta subida. La Canaleta se estrecha y se va llenando de una densa multitud de oscuras piedras insertadas en una delicada capa de nieve blanda y ya algo pastosa. Pequeños cúmulos cruzan tangencialmente y con rapidez la gran montaña pero no parecen prestar atención a las diminutas figuritas multicolores que se agarran con fuerza mental, desesperación y agotamiento a sus últimas estribaciones. De momento la cosa va bien, están pasando desapercibidos para la imparcial geografía de la gran montaña.
El montañero ya sabe que va a llegar y eso le reconforta en medio de sus dificultades para ganarle un metro de desnivel a aquella gran roca. Se repite a si mismo que aunque se desate la mayor tormenta de la historia no hay retirada posible. La cercanía aparente es engañosa y los últimos cien metros de desnivel le requerirán casi una hora de cansancio agónico
En este punto el montañero, que ha recibido varios cursos de iniciación al montañismo, ha aplicado todos los vastos conocimientos adquiridos en “negociar” su ascensión. Ha probado todos los sistemas estándares, del orden de “caminar muy lento pero sin parar”... ese fue de los primeros que abandonó; “diez pasos y un descansito”... demasiados pasos, indudablemente; “cinco pasos y un descansito un poquito más largo”... demasiado ambicioso, me temo; “un paso corto, un pedazo de descanso con hiperventilación asistida y, ya que estamos parados, aprovecha para sacar una foto del paisaje que es muy, muy... impactante... Tranquilo no muevas tanto la cámara que va a salir mal la diapositiva...”, etc. Pueden imaginarlo, ¿verdad?
Un poco cargado por la pendiente, el montañero se ve obligado a abrir el baúl de los últimos recursos, aquel que contiene el coraje para situaciones desesperadas y/o absurdas. Al rato, no tiene demasiado claro si ha cogido (este verbo no deben pronunciarlo en Argentina y menos si hay damas presentes) el coraje o, se ha confundido y, tomó la tozudez o, peor aún, la estupidez. Pero, hombre, la verdad es que el chico se mueve, lento, pero se mueve. Una segura pero delgada arista rocosa lo conduce a apenas unos metros de la cumbre, desde donde el catalán le grita: “Ya estás tío, lo has conseguido, cinco pasos más y veras la cruz...” El montañero, parado de nuevo, le mira sin verlo mientras procesa la información suministrada. Siente que sus piernas se han separado de su cuerpo que, en estos momentos, tiene forma de gran pulmón, jadeante y estrujado. Debe hacer una corta trepada en roca que acaba con sus exiguas reservas de aire acumulado en el enésimo descanso, pero se lanza sin pensar hacia delante para acabar de una vez por todas. Es sábado, 8 de diciembre de 2001, a eso de las 2 de la tarde, más o menos.
Entonces, el tiempo se detiene, se ralentiza y como en una película de Peckinpah toda la acción se transforma en una insondable lentitud. El montañero siente que se encuentra encima una alta escalera, observando a los personajes, cómo si él no estuviese ni participara. Su cuerpo echado hacia delante por inercia mental llega de improviso, sin transición, a la amplia meseta cimera. Arrastra tambaleante los pies unos metros más, a su izquierda divisa una pequeña cruz plateada, reluciente y bella (le sorprende que sea tan bonita), la pasa de largo dos metros en dirección al fornido catalán que, con una gran sonrisa en el rostro, le esta diciendo algo aunque no entiende qué. Llega a los brazos del catalán como un maratoniano lipotímico en Atenas llega a la línea de meta. Entonces, se abrazan... y un segundo después, el montañero, sin aire, sin nada, se desploma, arrastrando al catalán en su caída. Los dos quedan boca arriba en el techo de América mirando hacia el cielo. El canario como un pez fuera del agua, buscando aire desesperadamente. Siente nauseas y le viene un acceso de vomito, pero como no tiene nada de nada en el estomago, apenas logra expulsar algo de saliva. Con gesto experto y serio, se escupe en el guante y comprueba que no hay sangre en el interior de su cuerpo. Entonces, por fin, asimila y cree que lo ha conseguido de verdad. ¡El Aconcagua, dios mío!, y, a continuación, se emociona como no se ha emocionado en ninguna cumbre anterior de su corta vida montañera, unas pocas lagrimas supervivientes de la deshidratación ruedan por su cara, abriendo estrechos surcos por sus quemadas mejillas. Aún en trance, va contemplando con lentitud todos los detalles que componen aquella remota geografía, la cruz tapizada de coloristas pegatinas, el antiguo cofre metálico que albergaba el mítico libro de cumbre, hoy vacío de papel y lleno de nieve, lajas negras y afiladas alfombran el suelo sin nieve de la planicie que conforma la cumbre, demasiado viento para que haya nieve allí. El día es casi perfecto, con vientos ligeros pero sin nubes de desarrollo, se puede admirar toda la cordillera andina en pleno apogeo, desde arriba parece que hay menos nieve que desde abajo. Se ve Santiago de Chile, o para ser correctos, su clamorosa nube de contaminación que se extiende horizontalmente por la notable inversión térmica. Dicen algunos que puede llegar a verse el Pacífico pero él no acierta a divisarlo, la atmósfera no está del todo clara para poder apreciarlo. ¡Qué pasada, qué bonita es esta cima,...el Aconcagua...!
Una vez que el pulso se recupera comienzan las distintas ceremonias cimeras. No hay prisa por bajar, el tiempo lo permite y ellos quieren disfrutar de su estancia en aquel lugar tan peculiar. Los dos montañeros se fotografían mutuamente junto a la imperturbable y brillante cruz. Luego, de una funda plástica saca con sumo cuidado el paquete que contiene el mensaje de la niña canaria. Se dispone a inflar el mensaje cuando lee accidentalmente el mensaje y se vuelve a quebrar otra vez. Reúne aire en sus pulmones y sopla con todas sus fuerzas. Un tanto sorprendido, descubre que el globo se infla con facilidad, adquiriendo con velocidad una curiosa forma, la de un elefante amarillo con la trompa hacia arriba. Los dos montañeros se miran y se sonríen (desconocían que era un elefante amarillo el envoltorio del mensaje). El montañero ata con delicadeza el globo y se prepara para soltarlo mientras su compañero enfoca la cámara fotográfica para dejar constancia gráfica de la realización del encargo.
En ese momento, de pie junto a la cruz y a punto de liberar el mensaje, los vientos del Aconcagua resurgen con fuerza y azotan la cumbre con intensas y desordenadas ráfagas. El montañero lo suelta y deja que el elefante amarillo emprenda el vuelo con libertad. El globo se eleva frontalmente como impulsado por un resorte, y se dedica a dar extrañas y violentas piruetas, luego se desplaza horizontalmente para caer abruptamente en dirección a la cara sur, quizás para terminar junto a los tres andinistas brasileños que reposan eternamente en sus vertiginosas laderas. Los dos montañeros se vuelven a abrazar, extrañamente emocionados, y el catalán le comenta con hilaridad: “ahora, a por unas birras en Santiago...”. Después de una larga y apacible hora en la cumbre se disponen a descender de “su” –ahora y para siempre- montaña.
Antes de partir, el montañero se sienta con los pies cruzados a unos metros de la cruz y dedica unos minutos a pensar: Piensa en la niña de siete años que envía mensajes sin respuesta a su padre; piensa en su hija de cuatro años y en que odiaría, con todas sus fuerzas, que tuviera que buscar a sus amigos montañeros para que, en el futuro, el incierto destinatario de este tipo de correos fuese él mismo; piensa en su fallecido amigo Miguel, compañero de senderos canarios y rutas pirenáicas, y en los viejos sueños compartidos de cumbres como aquélla. Siente pena por el padre de la niña, por Miguel y por todos los que se van de este mundo antes de tiempo, cuando les quedan aún demasiadas cosas por vivir y hacer, sueños por realizar y personas por amar y cuidar. Piensa que... es hora de bajar ya..., hacia el valle, hacia la vida... Cómo dijo Messner nadie sube a las montañas para morir sino para todo lo contrario, para vivir. El montañero se siente clarividente por primera vez en mucho tiempo, cree que lo vivido le hará mejor persona en la vida cotidiana y que tratará de transmitirlo de alguna manera a las personas que le rodean.
Ahora, nuestro montañero (después de lo que hemos vivido juntos creo que podemos considerarlo nuestro, ¿no creen?), cansado pero tranquilo, comienza a descender, con rapidez pero con mucha prudencia las empinadas laderas cenitales del Aconcagua. “Vuelvo a casa”- piensa mientras desciende con la habilidad que sólo poseen los que han desarrollado su infancia bajando corriendo las abruptas pendientes volcánicas del Valle de Güímar (Tenerife).
Los dos montañeros llevan apenas unos minutos descendiendo cuando se encuentran a la neozelandesa sentada sobre una piedra, llorando desconsoladamente, de fatiga, sobre su ajado piolet. Los montañeros comienzan a animarla, bromeando y ofreciéndose para llevarle la mochila, que parece muy cargada, a lo que ella, agotada pero muy digna y orgullosa, responde “never”. La chica se recobra ligeramente, se pone de pie y comienza a caminar hacia arriba al paso de una tortuga de Galápagos. Los dos montañeros quedan atrás y se miran respectivamente con perplejidad y el catalán dice “¿qué tal subir dos veces en el mismo día?”... a lo que el canario responde “puede ser un récord, ¿no?”. “Pues vamos”, asumen de manera conjunta y recuperan el cada vez más transitado camino de subida. No les cuesta alcanzar la chica, se ponen uno delante y otro detrás y tratan de animarla con palabras de animo y bromas en inglés. No saben si tienen efecto sus palabras en el rostro cariacontecido y apretado de Yvonne pero de lo que si son conscientes es que no se siente sola en aquella montaña. La valiente chica da una lección de orgullo y sacrificio a los montañeros recorriendo los últimos 50 metros en no menos de media hora. Casi a las cuatro de la tarde, llega a la cima, a su cima, borracha de agotamiento y cae de bruces junto a la cruz, llorando entrecortada y desenfrenadamente de angustia, felicidad y cansancio. Los dos montañeros, testigos de un extraordinario acto de lucha humana, no saben que hacer en un primer momento, hasta que se deciden a intervenir, haciendo que se siente y ayudándola a recuperar la respiración y el ritmo cardiaco. La chica vuelve a llorar mientras les abraza, contagiando –de nuevo y van tres- de emoción a los curtidos –ya- montañeros. Vuelven a sacarse fotografías, pero esta vez no hay relax en la solitaria cumbre, deben partir para intentar llegar antes de que se haga de noche, sino habrá problemas. En la bajada, a pocos metros de la cruz, se cruzan con la doctora francesa que, por lo visto, está bastante acostumbrada a trasnochar, “you did it” (lo hiciste), le dice el montañero, a lo que ella responde con una mirada desorientada y una frase sencilla “not yet” (no todavía). Se desean buena suerte y prosiguen sin detenerse.
El descenso de la neozelandesa y los dos españoles es casi épico. Los que iban a ir por libre el día anterior se ayudan unos a otros sin titubeos, con el convencimiento de que nadie debe caerse en la bajada. El día ha de ser redondo. De cuando en cuando, se sientan en la blanda nieve de la Canaleta para recuperar fuerzas y coordinación (algo utópico, créanme), mientras contemplan hipnotizados el agitado desfile de blancas nubes sobre las nevadas cumbres cercanas. Empiezan a tener leves ataques de sueño y de cansancio pero se obligan mutuamente a continuar, en especial, el catalán que domina el diccionario latinoamericano de insultos y tacos en montaña. Afortunadamente, Yvonne no entiende nada de lo que dice, qué imagen se haría de los españoles, la pobre... Casi cuatro horas más tarde, en condiciones dignas pero muy justitas, los recién iniciados andinistas regresan algo oscilantes –siendo generosos con el adjetivo -. Un grupo recién llegado de guías suizos del Valais les adoptan con inmediatez y se dedican, sin pausa y con ternura, a darles de beber extraños y multicolores brebajes, junto a asquerosas e indigeribles tabletas energéticas de múltiples y horrendos sabores.... Yvonne ha llegado en las últimas y parece desmayada en su saco de dormir. El catalán se abraza con su recuperado compañero (Al siguiente día, volverá a hacer cumbre en una asombrosa muestra de fuerza y de recuperación, acompañando a su amigo. Algo fuera de lo común, creanlo). El montañero observa las sucesivas escenas como fotogramas aislados e inconexos de la misma película mientras escucha los acordes de su “música para ver montañas” en su fiel y desvencijado walkman. Algo conmocionado pero tranquilo, siente que el sueño por inanición le invade y se apodera de su cuerpo sin que pueda ni quiera evitarlo.
EPILOGO
Al día siguiente, el montañero comienza su largo descenso hasta el campo base, con la felicidad pintada en el rostro. Es consciente de que se acabaron sus sufrimientos y sólo resta regresar al valle, con el objetivo cumplido. El camino de bajada hacia las tierras ricas en oxigeno es algo duro pero tremendamente reconfortante. Observa con cariño indisimulado a los que van ascendiendo despacio – como él, hace pocos días u horas -, con pesadas cargas a los sucesivos campamentos. Conoce a la mayoría de los que suben del campo base, que le preguntan con voz inquieta “¿Summit?, ¿Cumbre?” Cuando asiente, con una amplia y poco recatada sonrisa, todos son abrazos y felicitaciones. A continuación, todos le interrogan sobre el estado de la montaña, la cantidad de nieve existente, ¿cómo está la Canaleta?, ¿crampones o piolet?, distancias temporales entre campamentos, tiempo atmosférico, temperaturas registradas... Si existe una montaña en el mundo en la que se hable y se converse ésa es, sin lugar a dudas, el Centinela de Piedra. Es la montaña latina por excelencia y eso deriva en que tenga un carácter especial que no encontraremos en el Himalaya o en los Alpes. Es una montaña más solidaria que las otras, donde la gente se ayuda sin necesidad de pedirlo, donde la gente habla sin conocerse, que favorece de manera notable el establecimiento de amistades inquebrantables. Es una montaña donde las severas condiciones geográficas son sepultadas por la fraternidad de los que se reúnen bajo su sombra con la modesta pero firme resolución de ver el mundo desde su cima. O al menos esa fue la experiencia de nuestro reflexivo montañero.
En la bajada, vuelve a encontrarse con sus amigos de la Patrulla de Rescate que se quieren sacar una foto con él (¿?). Le abrazan con afecto y le desean que vuelva algún día. El ágil montañero no tiene respuesta para esto. Ve lejos ese hipotético regreso por no decir imposible. Hay tanto mundo por ver... y tanto mundo cálido... –piensa mientras imagina una desierta playa de arena blanca en la costa atlántica de Costa Rica -. “Cuídense mucho” – les dice mientras levanta el puño cerrado en alto -. Y se va.
Muy cansado y enormemente feliz llega al Campo Base donde vuelve a tener que abrazar y estrechar manos de las tres cuartas partes del personal presente. Algo muy agradable. Los sufridos guardaparques le obsequian con el mejor mate, amargo e hirviente, de que disponen. El montañero jura con escasa convicción que no volverá a probar el mate ni el té dulzón el resto de su vida. Se da cuenta de que hay muchos nuevos montañeros en Plaza de Mulas, han llegado las primeras expediciones comerciales y el número de tiendas se ha triplicado, ha empezado la temporada del Aconcagua y el ambiente es menos confortable que hace apenas tres días. Plaza de Mulas está comenzando a convertirse en una ciudad multinacional.
Hay muchos montañeros españoles, algunos muy buenos y otros más amateurs. Observan al montañero conectado a una cantimplora repleta de jugo naranja bajo dos ópticas contrapuestas. La primera, “si este tipo subió a la cumbre yo lo tengo hecho...” Este es un enfoque arriesgado y debe ser mantenido en secreto, por si falla algo. La humildad debe llevarse como estandarte en ésta montaña (y en todas) aunque sólo se trate de una pose. Y la segunda, más dubitativa que consiste en “¿tendré yo lo que hace falta para llegar a la cumbre?...” Si quieren la opinión de este narrador - y ya sé que no me la han pedido- creo desde mi vasta experiencia que tiene más probabilidades de alcanzar la cima el segundo planteamiento que el primero. Pero tampoco soy un experto en estos temas y al fin y al cabo, es mejor que cada uno encuentre y haga su propio camino. En todo caso, añado un último consejo para navegantes, no vayan a esta montaña con una expedición comercial, no dejen que nadie elija por ustedes a sus compañeros de cama, y disfruten cometiendo sus propios errores, y aprendiendo de ellos.
Una botella de vino de cumbre, el vino de la victoria (que diría Will Smith), un exquisito caldo de Cavernet Sauvignon de los mejores viñedos de Mendoza, obsequio del mejor anfitrión de la provincia, Cholo Paez, marca el punto final de esta ¿extraña? historia y de este ¿breve? relato ¿montañero?. En realidad, es un cuento, que no deja demasiado claro si fue realidad o ficción, porque en estas regiones de altura, donde empieza y acaba el mundo, cuando se da la alegre circunstancia de que el sol calienta, uno tiende a quedarse dormido con suma facilidad y a soñar despierto con relatos de cumbres bellas y experiencias humanas intensas.
Y mientras las murallas graníticas del Centinela de Piedra se tornan incandescentes, una pequeña multitud de vasos plásticos se alzan, y Alejandro, argentino y veterano trabajador de la montaña de América, pronuncia un sentido brindis “Por el montañero canario, por un nuevo miembro de la Hermandad que se nos une. (...) La Hermandad del Aconcagua a la que se pertenece hasta la muerte y que –como es bien sabido (¡!)- es tan apreciada entre las mujeres argentinas...” Y brindaron, y comieron, y bebieron (lo que la botella, que no era mágica, les permitió).
Y el montañero feliz bebe de su brillante vaso de plástico rojo y sonríe con la mirada brillante, los ojos chispeantes, mientras imagina un elefante amarillo volando sobre el Aconcagua...
FIN
Pedro Manuel Millán del Rosario
Plaza de Mulas (4.200 m., más o menos)
December, de George Winston
2002